viernes, 19 de noviembre de 2010

Toma 1


Después de un intenso día soleado en el que las olas golpeaban el mar de cabello que cubría su cabeza, decidí que ya era hora de dejar venir la noche y recostarme sobre la tersa y cálida arena. Una sonrisa surcó su rostro y se sentó a varios metros de mí para darme un poco de privacidad en mis momentos de alucinaciones. La noche cubría nuestro improvisado campamento y las estrellas se posaban una a una sobre mi cabeza, avisando que era hora de cerrar los ojos. Pero no, no iba a obedecerlas. Esta noche se me antojaba fresca y contemplativa, de una manera única que sólo yo sabía crear. Utilizando mi ingenio, prendí una pequeña pero útil fogata junto a mis pies y le indiqué que se acercara pero negó con la cabeza y continuó lejos de mí. No me importó, continué con lo mío. Puse una canción en mi cabeza y evoqué esas noches tranquilas en casa, sentada en la cama perdiendo el tiempo o haciendo tarea a las once de la noche. Sí, qué noches aquéllas. Y, de nuevo, hice lo que siempre acostumbro hacer; imaginar que todo es la escena de una película. Que se hace un “close” a mi rostro pensativo y luego una imagen panorámica a toda la playa de noche. Él sonríe y se acerca. La cámara captura cada uno de sus movimientos y sus ojos oscuros penetran algo más que los míos. No hay otra luz que la de la luna y el fuego, y poco a poco la atmósfera se empieza a alentar. Todo sucede demasiado lento. Enfoco el fuego, solo el fuego con la arena flotando alrededor. Sus llamas naranjas, y en segundo plano están ellos dos. El color rojizo de la fogata se refleja en todos lados y se escucha el sonido del mar, acompasado con los tonos de alguna canción acústica que se oye un poco borrosa. La noche lo envuelve a él, él me envuelve a mí con su vibra y yo envuelvo las notas que se evocan en la última escena. Salen los créditos. Se encienden las luces. Y entonces me despierto.

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